Durante el mes de enero, en las llanuras inmensas de Mongolia suelen alcanzarse temperaturas de -28 °C con una facilidad casi ordinaria. Quiero decir que donde nosotros los españoles colapsamos las autopistas un día de nieve, cancelamos las clases, jugamos a guerras de bolas de nieve hasta que la mitad más joven de la población coge un resfriado, ponemos la calefacción a tope, sellamos las ventanas, aprendemos y desaprendemos a poner las cadenas en el coche, y no es hasta que llega el mediodía y la nieve se evapora cuando retomamos poco a poco la normalidad, un mongol no pestañea. Frío como el hielo. Aunque debería decir en nuestra defensa que nosotros aguantamos mucho mejor las temperaturas sofocantes del verano.
Entre los mongoles existe una clase de personas que aguantan el frío desde una posición todavía superior. Son aquellos que no viven en Ulán Bator ni cualquiera de las ciudades, y basta conducir por el countryside del país, como dirían los ingleses, para encontrar los pequeños puntos blancos temblando en el horizonte que les delatan. Los puntos blancos reciben el nombre de yurtas y, explicado de forma básica, son nada más que tiendas de campaña mejoradas y actualizadas a lo largo de generaciones enteras.
Pocas vidas he visto más duras, más parcas que aquellas desarrollándose dentro de una yurta.
No creo que haya muchas ardillas en Mongolia. Ratoncitos de campo se encuentran a mansalva, es habitual ver a pequeñas rapaces planear a centenares de metros sobre el suelo y luego verlas caer en picado, como un escupitajo negro, para atrapar a uno de los ratoncitos y comérselo en dos bocados. Pero ardillas, pocas. Resulta evidente cuando Mongolia, tan grande como es, casi no tiene árboles; ya sea en el árido desierto del Gobi o las ventosas llanuras, acariciadas y relamidas por el viento y las colinas, las condiciones climatológicas extremas no son bondadosas con cualquier vegetal que asome más de tres palmos sobre el suelo.
Pero ocurre que la madera es primordial para el ser humano. La utilizamos para construir edificios bajo los que cobijarnos, para tallar figuras religiosas y desarrollar nuestra cultura, la encajamos de manera que aparezca una mesa donde poder trabajar con comodidad, y una silla, la aprovechamos los días de invierno para prender la chimenea y calentarnos con su fuego. La madera resulta indispensable a la hora de proteger, impulsar y desarrollar al ser humano. La madera, como el agua o el oxígeno, ha estado íntimamente ligada a nuestra supervivencia como especie. Pero ya se ha dicho, en Mongolia no hay madera. Y si bien es cierto que el comercio internacional, así como escasísimos bosques repartidos a lo largo del país, han permitido a los habitantes de las yurtas hacerse con unos kilos del preciado material para estabilizar las lonas de sus hogares, esta restringida cantidad nunca será suficiente para calentar a la familia todos los días, cuando las temperaturas bajan hasta los extremos de los que hablamos.
La solución a su dilema bala alegremente fuera de la yurta. El fuerte olor que rodea cualquier yurta que no sea turística, a las yurtas de verdad, viene acompañado por esos balidos ininterrumpidos a lo largo de las horas, y no deben pasar demasiados días hasta que uno comprenda esos balidos. Cuando el ganadero se dispone a sacrificar una cabra, esta bala histérica, sin oponer resistencia, igual que si la empujaran por un precipicio. Cuando pierde a su cría en el ganado balará de forma intermitente, ansiosa. Y así sucesivamente. Solo guardará silencio, entre vanidosa y expectante, cuando vea a los ganaderos apilar su mierda en una enorme montaña junto a la yurta, para tenerla más a mano cuando vayan a hacer el fuego. Los excrementos de cabra son excelentes para combustionar un fuego, tan buenos como la leña, y si el ganadero es afortunado, tendrá además un puñado de vacas cuyos desechos serán incluso mejores (arden más intensamente y durante mayor tiempo).
Todo se come dentro de la yurta. El alimento significa calor, energía, vida, bajo ningún concepto será un placer en exclusiva, y pese a que el fuego crepita ya con un curioso olor a cartón quemado, harán falta todas las fuerzas posibles para salir allí afuera, montar el caballo y mover el ganado hacia zonas de pasto sin nieve. El alimento principal en la yurta es la leche: leche de cabra, de oveja o de vaca; quesos, yogures, todo muy fermentado. Los demás productos que puedan comprarse en las ciudades y pueblos cercanos deben ser racionados y consumidos con cabeza.
Aunque cabe a señalar un alimento estrella dentro de la yurta. Es la cabra. La cabra es un manjar, puro alimento, sabrosa y, sobre todo, satisfactoria de comer tras semanas o meses cuidándolas en previsión de este momento delicioso. Comer cabra supone una pequeña celebración semanal donde todos los hombres del poblado se reunirán para ver al dueño (o su hijo) sacrificar al animal de un cuchillazo rápido, y las mujeres tomarán el relevo, recogiendo a la cabra y expulsando a los hombres de la yurta mientras se encargan de cocinarla. La cabra se hervirá a fuego lento, ya sabemos con qué combustible, y tres o cuatro horas después estará lista para comer.
La cabra habrá sido despiezada en trozos del tamaño de una mano y colocada en unas pocas fuentes sobre la mesa, y alrededor de la mesa se sentarán los miembros de todo el poblado. Cabe especificar que un poblado es en realidad una familia: muchas yurtas se encuentran aisladas del mundo, en ocasiones no se ven más que una o dos cada vez, y si su número llega a las cinco o seis, esto significará que el poblado lo conforma una familia muy numerosa. Donde pueden ocurrir cruces de sangre con todas las consecuencias que acarrea. No es la norma, no recomiendo hacer un cliché de esto, pero sí he podido ver varios poblados mongoles donde los matrimonios entre familiares han terminado por malograr a sus descendientes.
La familia se sienta alrededor de la mesa y comienza el festín. Se escuchan mordiscos, chasquidos, sorbidos, lametones, golpes, risas, gruñidos. Los pedazos de cabra desaparecen de las grandes fuentes e irán llenando el espacio de la mesa, transformados en huesos rotos y relamidos. Los ojos, los testículos, los sesos, las orejas, las pezuñas, incluso la grasa (que hervida tiene una textura blanda y gelatinosa) se engullirán rápidamente. Cabe señalar que cualquier parte de la cabeza es considerada una delicatessen.
Fuego y alimento son dos claves indispensables para sobrevivir al invierno mongol, pero nada de esto se sostendría sin la robusta presencia de las yurtas. En ellas se duerme y se pasan las horas largas del invierno, en ellas se discute, se come, se nace, se muere. Aunque las yurtas tradicionales estaban recubiertas por capas de lana y paja cuya cantidad y grosor dependía de las estaciones, en la actualidad están cubiertas con materiales aislantes, impermeables y mucho más resistentes al paso de las estaciones que cualquier método tradicional, lo cual permite mantener dentro el calor con más facilidad y repeler al frío cuando llega.
Las paredes interiores las decoran coloridas mantas de lana que hacen de último abrigo, mientras que un pequeño agujero en el techo, cuyo radio dependerá del tamaño de la yurta aunque suele oscilar entre el medio metro y el metro de circunferencia, permitirá entrar grandes bocanadas de luz de sol. No sabría explicar con exactitud cómo se consigue mantener el calor dentro de la yurta con un agujero en el techo, pero este resulta indispensable no solo para iluminar la vivienda, también se utiliza como chimenea cuando se enciende el fuego. El fuego que se apaga cada noche y se vuelve a encender en las primeras horas de la mañana.
El complejo entramado de mantas y alfombras, lana y aislante, fuego y pura fortaleza evolutiva terminan por convertir una yurta, que en su exterior muestra una apariencia adusta y endeble, en una vivienda magnífica donde resistir las temperaturas gélidas. Al cruzar la lona que hace de puerta, persiguiendo como chiquillos a la brisa que se cuela por ella, nos estalla el color de los tejidos en la cara, y las tonalidades del exterior que son pardas y grisáceas desaparecen bajo la mano del hombre con sus colores vistosos. Fuera se encuentra el frío, gris. En el interior colorido se refugia el calor que los mongoles han conseguido robarle a los meses de verano. Los dibujos que entretejen las mantas parecen un talismán, algo así, la última protección de sus habitantes contra el hielo, y siempre quise creer, aunque pueda no serlo, que los hombres mostraban con esos dibujos su poder al viejo invierno. Así consiguen acobardarlo y mandarlo lejos.